«Conocer a nuestros vecinos es también conocer sus historias. Abdou comparte su recorrido vital desde África hasta nuestra comunidad. Una historia de coraje, supervivencia y nuevos comienzos.»
Nos cuenta:
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Abdou nació en Moundé, Senegal y desde muy joven comenzó a construir su futuro entre dos mundos. A los 14 años ya estudiaba fuera de su país, y durante sus vacaciones trabajaba y se formaba en otros lugares como Namibia. Con una familia extensa repartida por distintos países, su vida estuvo marcada por la movilidad, la adaptación y los desafíos.
En 2007 emprendió un viaje decisivo con destino a España. Lo que muchos imaginan como un salto hacia la prosperidad, fue en realidad una dura travesía en patera desde Mauritania. Con más de 230 personas a bordo, enfrentaron escasez de agua, condiciones extremas y la muerte de algunos compañeros. Tras días en el mar, llegaron a Tenerife, donde comenzó otra etapa: centros de acogida, nuevos idiomas, nuevas normas y el esfuerzo constante por integrarse.
Abdou recuerda con claridad cómo su abuela fue quien lo crio, cómo su madre trabajaba sin descanso, y cómo, incluso en la dificultad, mantuvo vivo su objetivo de vivir dignamente. “Mi objetivo era vivir, aunque el camino fuera muy duro”, afirma.
A lo largo de los años, Abdou no solo aprendió el idioma y las costumbres, sino que también entendió las realidades que muchos jóvenes en su situación desconocen antes de migrar: la dureza de la vida en Europa, la soledad y el esfuerzo constante por encajar.
Hoy, su historia es un testimonio de resiliencia y una llamada a mirar con más humanidad a quienes llegan desde lejos buscando lo mismo que todos: una oportunidad.
Cuando salíamos del colegio a las dos de la tarde, la mesa ya estaba puesta. Comíamos rápido, y después teníamos un rato para ver la tele o hacer algo de deporte. Pero a eso de las tres o las cuatro, era obligatorio volver a los deberes. Siempre había educadores con nosotros, ayudándonos con las tareas y observando qué nos gustaba, qué se nos daba bien. Yo me esforzaba en eso, quería mejorar. Era nuestra rutina diaria: estudiar, cumplir con las tareas, y si nos quedaba algo pendiente, se acumulaba para el fin de semana. Todo estaba muy organizado, muy estricto, pero necesario.
Los entrenamientos eran solo para quienes habían cumplido sus dos horas de deberes diarias. Si no lo hacías, no ibas. Así era. Yo entrenaba tres días a la semana, pero los otros días también los llenábamos con deberes y actividades. No se trataba de hacer lo que te apetecía. Era obligatorio participar. Esa fue mi vida durante casi cuatro años.
Gracias a ese centro, muchos de nosotros sacamos la ESO. En mi grupo, éramos 24 chavales, y al menos un 18% estábamos saliendo muy bien. Lo que hemos logrado, lo hemos conseguido gracias a ese apoyo. Algunos cayeron en malas compañías después de salir, pero la mayoría seguimos adelante. Yo siempre estaré agradecido.
Pero al cumplir los 18 años, todo cambió. Tuvimos que abandonar el centro justo a mitad de curso. Nos trasladaron a un albergue, un lugar mucho más duro. No culpo a los trabajadores del centro, sino a la dirección que tomó esa decisión. Allí, en el albergue, solo podías entrar a las ocho y no volvías a entrar hasta las dos del mediodía. Entre tanto, estábamos en la calle, rodeados de gente con adicciones, mayores que nosotros, y sin nada que hacer.
Mi primo y yo nos organizábamos como podíamos. A veces iba a buscarlo a la estación, y con el poco dinero que habíamos ahorrado, comprábamos algo de comer en el Mercadona. Nos sentábamos en el parque, a veces comíamos allí diez veces seguidas. Hasta que un profesor, que conocía nuestra situación, nos ayudó a acceder a una parte de la biblioteca. Allí nos refugiábamos hasta la hora de la cena, que era a las seis. Pero ni siquiera tenías asegurada tu cama. Si no llegabas a tiempo, podía estar ocupada.
Finalmente, el albergue reconoció nuestro esfuerzo y nos ofreció un piso. Solo había una plaza, así que mi primo se quedó primero. Yo me quedé esperando a que saliera otra. No quería desviarme de mi objetivo.
Cuando por fin lo logré, me preguntaron qué quería hacer. Dije que quería seguir estudiando. No estaba seguro de qué, pero algo relacionado con tecnología mecánica me llamaba la atención. Me hablaron de un programa de formación profesional, el PCT, en Colindres. A pesar de la distancia, viajaba todos los días desde Santander.
Pero no todo el mundo apoyaba mi decisión. Mis tíos, con quienes vivía, querían que trabajara. Decían que estudiar no servía. Que pedir ayuda, entender una carta, todo eso era irrelevante. Yo les preguntaba: “Si tu hijo quiere estudiar, ¿lo mandarías a trabajar?”. Y ellos me decían que sí, que cuando fueran mayores trabajarían.
No me rendí. Hablé con compañeros, con otros adultos, y poco a poco, me fueron ayudando. No juzgo a mis tíos, me apoyaron como pudieron, pero no compartían mi visión. Yo quería seguir mi camino, el de los estudios.
Con el tiempo, encontré personas que se convirtieron en mi verdadera familia. Personas que no estaban obligadas a ayudarme, pero lo hicieron. Una cocinera del comedor me preparaba comida especial porque sabía que yo no comía cerdo. Me trataban con respeto, con cariño. Solo me pedían una cosa: que estudiara, que sacara mis cursos adelante.
Todo eso me marcó. Agradezco profundamente a quienes creyeron en mí. Porque muchas veces, lo que tu familia no puede darte, te lo ofrece un desconocido con el corazón abierto.
Gracias al apoyo de profesores, compañeros y personas ajenas a su familia que creyeron en él, pudo acceder a un piso, estudiar una formación profesional y mantenerse en el camino que deseaba. Este proceso le enseñó el valor del esfuerzo, la resiliencia y la solidaridad de quienes ayudan sin obligación. La historia es un testimonio de superación, gratitud y del impacto que puede tener el apoyo adecuado en momentos clave de la vida.
Hay personas en mi vida a las que nunca podré agradecer lo suficiente. No son mi familia de sangre, pero me educaron, me cuidaron, me formaron. Son quienes me enseñaron a ser quien soy. Y por eso, cada vez que hablo de mi historia, lo digo con emoción. Porque uno de los gestos más impactantes que viví fue cuando la cocinera del colegio, antes de marcharse, me dejaba preparada la cena, la comida, todo… Y eso no era su obligación. Lo hacía de corazón. Esa gente me ayudó a crecer, a mejorar como persona, a madurar.
Después de eso llegué al colegio. Lo que más me impactó fue descubrir cuánto valen las cosas allí. Calculé el valor de todo lo que había alrededor, y era mucho dinero. Pero, a pesar de eso, te daban libertad: podías entrar y salir cuando quisieras. Yo pensé: “¿Cómo me van a dejar esa confianza tan grande?”. Y fue ahí cuando entendí la verdadera educación: confiar, aunque no sepas cómo va a responder la otra persona. Ellos lo arriesgaron todo por mí. Y me prometí no fallarles jamás.
Terminé el grado medio de mecanizado y programación, y continué con el grado superior. Siempre me sentí muy bien tratado por el colegio, incluso desde niño. Muchos de los educadores me mostraron respeto y cariño. Luego, hice las prácticas en una empresa de aquí, en San Miguel, llamada EICOM (antes Pernambuco), gracias a Dios. Me abrieron las puertas y pude empezar allí.
Con el primer sueldo, alquilé una habitación aquí en Baleaño, cerca de los 32 Plazos. Era una habitación sencilla, pero no me llegaba del todo la señal. Vivía en la parte de arriba del edificio, justo encima de una tienda. Me las arreglaba como podía.
Después, desde el colegio me ofrecieron ayuda, pero justo en ese momento la hija de la cocinera se iba a independizar, y me ofrecieron vivir en su casa. Allí también conocí a dos niñas pequeñas, hijas de amigas de la familia, que me cogieron mucho cariño. Ahora ya son mayores que yo, pero en su día, me hacían sentir acompañado, parte de algo. También me acogieron muy bien.
Finalmente, me mudé a otra habitación, más estable. Y aunque hubo momentos en los que me faltaban cosas, siempre encontraba apoyo. Gracias a esa comunidad, a esa gente que creyó en mí, hoy vivo en el Paraguayón. Todo lo que he conseguido es fruto de ese esfuerzo colectivo, del apoyo constante que me han dado.
Trabajé durante cuatro años, incluso con mi madre en el profesorado, y ahora sigo adelante. No olvido de dónde vengo. No puedo vivir en la ignorancia de pensar que todo ha sido fácil, o que no pasó nada. Porque sí pasó. Porque hay mucha gente que no lo ha tenido tan bien como yo.
Cada año, cuando vuelvo, veo a niños en los colegios que no pueden pagar, cuyos padres no tienen medios. A veces la única solución que se plantea es separar a los niños de sus familias. Y yo pienso que el problema de fondo es la falta de amor. Si hubiera más amor, más apoyo, más comunidad, muchas cosas serían diferentes.
En mi comunidad hicimos un gran proyecto hace unos cuatro años. Una tubería que ahora abastece a varias casas, aunque aún hay desafíos. Hay problemas con el agua, con la electricidad, con el alumbrado. Se necesita una solución más estable: depósitos para almacenar el agua cuando llueve, placas solares para iluminar las calles sin depender del tendido eléctrico. Pequeños cambios que podrían mejorar mucho la vida de todos.
Yo sigo aquí, caminando con paso firme. Porque detrás de cada paso que doy, hay historias, hay rostros, hay manos que me sostuvieron. Y por todos ellos, yo sigo adelante.
Resumen final
El relato narra la experiencia de un joven que, tras pasar varios años en un centro educativo con normas estrictas y un fuerte acompañamiento, logró encauzar su vida académica y personal. A pesar de las dificultades al cumplir los 18 años, como el traslado a un albergue en condiciones precarias y la falta de apoyo familiar para seguir estudiando, mantuvo firme su decisión de continuar con su formación.